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<code>Piedra de Toque / El pecado nefando
Por Mario Vargas Llosa El Norte
(10 Agosto 2003).-
Lo que más sorprende en el documento sobre las parejas homosexuales que dio a
conocer El Vaticano el 1 de agosto -escrito por el Cardenal Joseph Ratzinger
y aprobado por el Papa- no es la reafirmación de la doctrina tradicional de
la Iglesia católica que condena el amor entre personas del mismo sexo como
'un comportamiento desviado' que 'ofusca valores fundamentales'.
...sino la vehemencia con la que en él se exhorta a los parlamentarios y
funcionarios católicos a actuar para impedir que se adopten leyes que
autoricen la unión homosexual o, si se aprueban, para frenar y dificultar su
aplicación. En este caso sí que no parece funcionar para nada aquella sabia
distinción evangélica entre lo que es del César y lo que es de Dios: el
documento entra a saco en la vida política y da instrucciones inequívocas y
terminantes a los católicos para que actúen en bloque, disciplinados y
sumisos como buenos soldados de la fe.
Con la misma claridad con la que ha fulminado el divorcio, el aborto, la
eutanasia y la ingeniería genética, el Cardenal Ratzinger y, tras él, el Papa
Wojtyla, recuerdan a los parlamentarios católicos que "tienen el deber moral
de expresar diáfana y públicamente su desacuerdo y de votar contra los
proyectos de ley" que amparen los matrimonios homosexuales, y de "presentar
enmiendas que limiten los daños" de semejantes leyes. Al mismo tiempo, los
funcionarios católicos deben "reivindicar el derecho a la objeción de
conciencia para no cooperar con la promulgación y aplicación de leyes tan
gravemente injustas". La condena es todavía más rotunda en lo relativo a la
adopción de niños por parejas homosexuales, práctica "gravemente inmoral"
que, aprovechando la "debilidad" de un ser de pocos años serviría para
"introducir al niño en un ambiente que no favorece su pleno desarrollo
humano", ya que "las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral
natural".
Con argumentos así, aderezados con la presencia sulfúrica del demonio, la
Iglesia mandó a millares de católicos y de infieles a la hoguera en la Edad
Media, y contribuyó decisivamente a que, hasta nuestros días, el alto
porcentaje de seres humanos de vocación homosexual viviera en la catacumba de
la vergüenza y el oprobio, fuera discriminado y ridiculizado, y se impusiera
en la sociedad y en la cultura el machismo, con sus degenerantes
consecuencias: la postergación y humillación sistemática de la mujer, la
entronización de la viril brutalidad como valor supremo y las peores
distorsiones y represiones de la vida sexual en nombre de una supuesta
"normalidad" representada por el hetero sexualismo. Parece increíble que
después de Freud y de todo lo que la ciencia ha ido revelando al mundo en
materia de sexualidad en el último siglo la Iglesia católica -casi al mismo
tiempo que la Iglesia anglicana elegía al primer Obispo abiertamente gay de
su historia- se empecine en una doctrina homofóbica tan anacrónica como la
expuesta en las 12 páginas redactadas por el Cardenal Joseph Ratzinger.
A juzgar por algunas reacciones y encuestas que leo en la prensa italiana
-escribo estas líneas en las costas de Sicilia donde no llegan otros diarios
europeos- no toda la grey católica ha acatado con la docilidad debida el
úcase vaticano. El senador Edward Kennedy, en Washington, declaró que "la
Iglesia católica debe ocuparse de religión y no de tomas de posición
políticas" y reafirmado su apoyo a las uniones de parejas gays. Así lo ha
hecho también el Primer Ministro canadiense, Jean Chrétien (católico), país
donde está a punto de aprobarse una ley que autoriza el matrimonio
homosexual. Según el Corriere della Sera el 51.6 por ciento de los italianos
favorece las uniones entre parejas del mismo sexo y en España, según un
sondeo del diario El Mundo, el porcentaje favorable sería aún mayor: 53 por
ciento. El mismo diario italiano transcribe una declaración contundente del
dirigente demócrata-cristiano Pim Walenkamp, de Bélgica, uno de los cinco
países europeos donde se han autorizado las uniones homosexuales (los otros
son Dinamarca, Suecia, Holanda y Francia): "No daremos un paso atrás. El Papa
haría bien de ocuparse de temas importantes como aquellos que tienen que ver
con los países pobres del mundo, en vez de señalar con el dedo lo que hacen
las personas en la intimidad del lecho".
La filípica antihomosexual del Vaticano es tanto más sorprendente cuanto que
si ha habido una institución en el mundo que en los años recientes haya
vivido en carne propia, y de la manera más dramática, el drama del
homosexualismo y las nefastas consecuencias que tiene para los individuos
particulares y para el conjunto de la sociedad el desconocerlo, condenarlo y
cerrarle todas las vías de manifestarse, es la propia Iglesia católica. Sólo
en los Estados Unidos ascienden a centenares, y acaso millares, los casos de
pedofilia, acoso sexual y homosexualismo en los colegios, seminarios, centros
de animación cultural y deportiva dirigidos por la Iglesia católica que han
llevado al banquillo de los acusados a sacerdotes, Obispos, párrocos,
instructores, catequistas, escándalos que no sólo han sacado a la luz un
lastimoso trasfondo de "sexualidad pervertida" al amparo de la autoridad
sacerdotal, sino que, desde el punto de vista económico, han costado a la
institución eclesiástica en los Estados Unidos sumas astronómicas en
reparaciones, compensaciones por daños y perjuicios y arreglos extra
judiciales. El caso, particularmente doloroso, del Obispo de Boston sirvió
para ilustrar mejor que ningún argumento racional la insensatez de imponer
una ortodoxia sexual sin tener en cuenta la infinita variedad de matices de
la personalidad individual y la manera tortuosa y trágica en que la
naturaleza humana se rebela contra esas camisas de fuerza causando verdaderos
estragos en su vecindad y, claro está, en la propia persona del
victimario/víctima.
Con toda esta experiencia vivida en su propio seno, hubiera cabido esperar
que la Iglesia se mostrara más cauta, comprensiva y tolerante con el tema del
homosexualismo. Pero el texto del Cardenal Ratzinger muestra exactamente lo
opuesto: un encastillarse con empecinamiento dogmático en una doctrina
intolerante que, en la práctica y en los propios predios de la Iglesia
católica, va haciendo aguas por todos los poros.
Pero, acaso este texto, púdicamente titulado "Consideraciones sobre el
proyectado reconocimiento legal de la unión entre personas homosexuales" vaya
dirigido, no tanto a contener la marea de permisividad y tolerancia en
materia sexual que va ganando a toda la cultura occidental, y contagiando a
otras, sino a poner orden en el seno de la propia Iglesia católica, donde,
precisamente a raíz de los continuos escándalos de pedofilia y acoso sexual
en que se han visto envueltos tantos sacerdotes y religiosos, se ha hecho
público un estado de cosas que -utilizando la propia retórica y la moral de
la institución que, ni qué decir tiene, no son las mías- el Cardenal
Ratzinger y el Papa llamarían de "profunda descomposición moral". Si ese es
el propósito, tengo la seguridad de que está condenado al fracaso. Porque los
escándalos sexuales recientes en el seno de las congregaciones, seminarios,
colegios y parroquias católicos no resultan de un debilitamiento de la
autoridad eclesiástica ni de la falta de disciplina interna, sino de una
naturaleza humana que ni ahora ni antes pudo ser artificialmente embridada
sin causar estragos y lacerar la sicología y la conducta de los seres
humanos. La diferencia entre hoy y ayer, en materia sexual, dentro y fuera de
la Iglesia católica, no es de comportamiento. Este no puede haber variado
mucho porque, aunque hayan cambiado muchas costumbres y creencias, las
pulsiones, los instintos, los deseos y las fantasías que animan la vida
sexual siguen siendo los mismos. Es de publicidad. Antes, los escándalos
podían ser ocultados y los pedófilos y acosadores sexuales salirse con la
suya, como sigue ocurriendo todavía en las sociedades cerradas y sometidas a
la dictadura religiosa. En las sociedades abiertas ello ya no es posible,
porque la libertad ha ido abriendo todas las puertas y haciendo que lo que
antes permanecía tapado y escondido se ventile a plena luz y llegue a los
diarios, las pantallas de televisión y los tribunales. La verdad que se hace
pública, gracias a ello, no concierne solamente a una realidad institucional,
a los pequeños dramas y escándalos que tienen como escenario a la Iglesia
católica. Concierne a una verdad sobre el ser humano en general y a la
identidad sexual de las personas, una identidad mucho menos rígida y
unidimensional de lo que enseñaba la doctrina y mucho menos dócil a las
enseñanzas pastorales de lo que la Iglesia sostiene.
Esa verdad no se puede ignorar, so pena de quedarse rezagado, cada vez más al
margen de la historia y el mundo en los que vivimos inmersos, como ocurre con
esas vehementes y feroces diatribas que de tanto en tanto escribe el Cardenal
Ratzinger y aprueba el Papa Wojtyla, empeñados contra toda razón y admirable
terquedad numantina en negar su tiempo y rechazar la vida. Los millones de
homosexuales católicos que hay en el mundo no renunciarán a su sexualidad
debido a las fulminaciones vaticanas. Aun cuando se empeñaran en hacerlo, su
propensión sexual terminará por encontrar unos resquicios a través de los
cuales manifestarse y adquirir derecho de ciudad, a veces con grandes traumas
y desgarramientos para el propio sujeto y sus próximos. No es el sexo, son la
Iglesia y la fe católicas las víctimas privilegiadas de este nuevo manifiesto
cavernícola.</code>
Por Mario Vargas Llosa El Norte
(10 Agosto 2003).-
Lo que más sorprende en el documento sobre las parejas homosexuales que dio a
conocer El Vaticano el 1 de agosto -escrito por el Cardenal Joseph Ratzinger
y aprobado por el Papa- no es la reafirmación de la doctrina tradicional de
la Iglesia católica que condena el amor entre personas del mismo sexo como
'un comportamiento desviado' que 'ofusca valores fundamentales'.
...sino la vehemencia con la que en él se exhorta a los parlamentarios y
funcionarios católicos a actuar para impedir que se adopten leyes que
autoricen la unión homosexual o, si se aprueban, para frenar y dificultar su
aplicación. En este caso sí que no parece funcionar para nada aquella sabia
distinción evangélica entre lo que es del César y lo que es de Dios: el
documento entra a saco en la vida política y da instrucciones inequívocas y
terminantes a los católicos para que actúen en bloque, disciplinados y
sumisos como buenos soldados de la fe.
Con la misma claridad con la que ha fulminado el divorcio, el aborto, la
eutanasia y la ingeniería genética, el Cardenal Ratzinger y, tras él, el Papa
Wojtyla, recuerdan a los parlamentarios católicos que "tienen el deber moral
de expresar diáfana y públicamente su desacuerdo y de votar contra los
proyectos de ley" que amparen los matrimonios homosexuales, y de "presentar
enmiendas que limiten los daños" de semejantes leyes. Al mismo tiempo, los
funcionarios católicos deben "reivindicar el derecho a la objeción de
conciencia para no cooperar con la promulgación y aplicación de leyes tan
gravemente injustas". La condena es todavía más rotunda en lo relativo a la
adopción de niños por parejas homosexuales, práctica "gravemente inmoral"
que, aprovechando la "debilidad" de un ser de pocos años serviría para
"introducir al niño en un ambiente que no favorece su pleno desarrollo
humano", ya que "las relaciones homosexuales contrastan con la ley moral
natural".
Con argumentos así, aderezados con la presencia sulfúrica del demonio, la
Iglesia mandó a millares de católicos y de infieles a la hoguera en la Edad
Media, y contribuyó decisivamente a que, hasta nuestros días, el alto
porcentaje de seres humanos de vocación homosexual viviera en la catacumba de
la vergüenza y el oprobio, fuera discriminado y ridiculizado, y se impusiera
en la sociedad y en la cultura el machismo, con sus degenerantes
consecuencias: la postergación y humillación sistemática de la mujer, la
entronización de la viril brutalidad como valor supremo y las peores
distorsiones y represiones de la vida sexual en nombre de una supuesta
"normalidad" representada por el hetero sexualismo. Parece increíble que
después de Freud y de todo lo que la ciencia ha ido revelando al mundo en
materia de sexualidad en el último siglo la Iglesia católica -casi al mismo
tiempo que la Iglesia anglicana elegía al primer Obispo abiertamente gay de
su historia- se empecine en una doctrina homofóbica tan anacrónica como la
expuesta en las 12 páginas redactadas por el Cardenal Joseph Ratzinger.
A juzgar por algunas reacciones y encuestas que leo en la prensa italiana
-escribo estas líneas en las costas de Sicilia donde no llegan otros diarios
europeos- no toda la grey católica ha acatado con la docilidad debida el
úcase vaticano. El senador Edward Kennedy, en Washington, declaró que "la
Iglesia católica debe ocuparse de religión y no de tomas de posición
políticas" y reafirmado su apoyo a las uniones de parejas gays. Así lo ha
hecho también el Primer Ministro canadiense, Jean Chrétien (católico), país
donde está a punto de aprobarse una ley que autoriza el matrimonio
homosexual. Según el Corriere della Sera el 51.6 por ciento de los italianos
favorece las uniones entre parejas del mismo sexo y en España, según un
sondeo del diario El Mundo, el porcentaje favorable sería aún mayor: 53 por
ciento. El mismo diario italiano transcribe una declaración contundente del
dirigente demócrata-cristiano Pim Walenkamp, de Bélgica, uno de los cinco
países europeos donde se han autorizado las uniones homosexuales (los otros
son Dinamarca, Suecia, Holanda y Francia): "No daremos un paso atrás. El Papa
haría bien de ocuparse de temas importantes como aquellos que tienen que ver
con los países pobres del mundo, en vez de señalar con el dedo lo que hacen
las personas en la intimidad del lecho".
La filípica antihomosexual del Vaticano es tanto más sorprendente cuanto que
si ha habido una institución en el mundo que en los años recientes haya
vivido en carne propia, y de la manera más dramática, el drama del
homosexualismo y las nefastas consecuencias que tiene para los individuos
particulares y para el conjunto de la sociedad el desconocerlo, condenarlo y
cerrarle todas las vías de manifestarse, es la propia Iglesia católica. Sólo
en los Estados Unidos ascienden a centenares, y acaso millares, los casos de
pedofilia, acoso sexual y homosexualismo en los colegios, seminarios, centros
de animación cultural y deportiva dirigidos por la Iglesia católica que han
llevado al banquillo de los acusados a sacerdotes, Obispos, párrocos,
instructores, catequistas, escándalos que no sólo han sacado a la luz un
lastimoso trasfondo de "sexualidad pervertida" al amparo de la autoridad
sacerdotal, sino que, desde el punto de vista económico, han costado a la
institución eclesiástica en los Estados Unidos sumas astronómicas en
reparaciones, compensaciones por daños y perjuicios y arreglos extra
judiciales. El caso, particularmente doloroso, del Obispo de Boston sirvió
para ilustrar mejor que ningún argumento racional la insensatez de imponer
una ortodoxia sexual sin tener en cuenta la infinita variedad de matices de
la personalidad individual y la manera tortuosa y trágica en que la
naturaleza humana se rebela contra esas camisas de fuerza causando verdaderos
estragos en su vecindad y, claro está, en la propia persona del
victimario/víctima.
Con toda esta experiencia vivida en su propio seno, hubiera cabido esperar
que la Iglesia se mostrara más cauta, comprensiva y tolerante con el tema del
homosexualismo. Pero el texto del Cardenal Ratzinger muestra exactamente lo
opuesto: un encastillarse con empecinamiento dogmático en una doctrina
intolerante que, en la práctica y en los propios predios de la Iglesia
católica, va haciendo aguas por todos los poros.
Pero, acaso este texto, púdicamente titulado "Consideraciones sobre el
proyectado reconocimiento legal de la unión entre personas homosexuales" vaya
dirigido, no tanto a contener la marea de permisividad y tolerancia en
materia sexual que va ganando a toda la cultura occidental, y contagiando a
otras, sino a poner orden en el seno de la propia Iglesia católica, donde,
precisamente a raíz de los continuos escándalos de pedofilia y acoso sexual
en que se han visto envueltos tantos sacerdotes y religiosos, se ha hecho
público un estado de cosas que -utilizando la propia retórica y la moral de
la institución que, ni qué decir tiene, no son las mías- el Cardenal
Ratzinger y el Papa llamarían de "profunda descomposición moral". Si ese es
el propósito, tengo la seguridad de que está condenado al fracaso. Porque los
escándalos sexuales recientes en el seno de las congregaciones, seminarios,
colegios y parroquias católicos no resultan de un debilitamiento de la
autoridad eclesiástica ni de la falta de disciplina interna, sino de una
naturaleza humana que ni ahora ni antes pudo ser artificialmente embridada
sin causar estragos y lacerar la sicología y la conducta de los seres
humanos. La diferencia entre hoy y ayer, en materia sexual, dentro y fuera de
la Iglesia católica, no es de comportamiento. Este no puede haber variado
mucho porque, aunque hayan cambiado muchas costumbres y creencias, las
pulsiones, los instintos, los deseos y las fantasías que animan la vida
sexual siguen siendo los mismos. Es de publicidad. Antes, los escándalos
podían ser ocultados y los pedófilos y acosadores sexuales salirse con la
suya, como sigue ocurriendo todavía en las sociedades cerradas y sometidas a
la dictadura religiosa. En las sociedades abiertas ello ya no es posible,
porque la libertad ha ido abriendo todas las puertas y haciendo que lo que
antes permanecía tapado y escondido se ventile a plena luz y llegue a los
diarios, las pantallas de televisión y los tribunales. La verdad que se hace
pública, gracias a ello, no concierne solamente a una realidad institucional,
a los pequeños dramas y escándalos que tienen como escenario a la Iglesia
católica. Concierne a una verdad sobre el ser humano en general y a la
identidad sexual de las personas, una identidad mucho menos rígida y
unidimensional de lo que enseñaba la doctrina y mucho menos dócil a las
enseñanzas pastorales de lo que la Iglesia sostiene.
Esa verdad no se puede ignorar, so pena de quedarse rezagado, cada vez más al
margen de la historia y el mundo en los que vivimos inmersos, como ocurre con
esas vehementes y feroces diatribas que de tanto en tanto escribe el Cardenal
Ratzinger y aprueba el Papa Wojtyla, empeñados contra toda razón y admirable
terquedad numantina en negar su tiempo y rechazar la vida. Los millones de
homosexuales católicos que hay en el mundo no renunciarán a su sexualidad
debido a las fulminaciones vaticanas. Aun cuando se empeñaran en hacerlo, su
propensión sexual terminará por encontrar unos resquicios a través de los
cuales manifestarse y adquirir derecho de ciudad, a veces con grandes traumas
y desgarramientos para el propio sujeto y sus próximos. No es el sexo, son la
Iglesia y la fe católicas las víctimas privilegiadas de este nuevo manifiesto
cavernícola.</code>
El escritor tiene mucho de razón... (excepto usar la palabra "homosexualismo" en lugar de "homosexualidad", jeje, pero se le perdona).