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Armas Pesadas Ii
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    ¿Cuántas veces han escuchado a su Profesora de Historia del Bachillerato o a algún intelectual especializado en la divulgación televisiva decir eso de que la Historia de Occidente consiste en la suma de la influencia griega, de la romana y del cristianismo? Suponemos que muchas. Y, en caso contrario, eso que se han ahorrado. Hasta ahora, porque si algo está claro es que la Historia de los Grandes Hombres y de los Grandes Falos no se reduce a esos tres momentos históricos (sería muy pobre, en tal caso, la civilización sexual occidental), pero sí que encuentra en ellos su origen. De forma que, tras el "griego" y el "romano", hemos de adentrarnos necesariamente en el ámbito de influencia cultural del "misionero".
    El cristianismo, cuya influencia cultural, espiritual, política e incluso religiosa sigue sintiéndose todavía en nuestros días (en pleno siglo XXI de la era, precisamente, cristiana), demuestra un mayor vigor y actualidad que el pensamiento heleno o romano. La escalada de escándalos de pederastia e incluso de pedofilia a que venimos asistiendo es buena prueba de ello. El motivo, sin duda, son los impresionantes atributos y la consiguiente huella imperecedera que dejó su creador: Jesús de Nazaret. Porque, si a estas alturas todavía no se han enterado de que vamos a exponer con cierto procaz detalle las andanzas sexuales de Cristo, lo decimos alto y claro. El gran mérito del Hijo de Dios en la Tierra, el que verdaderamente ha perdurado y se encuentra en la raíz de toda la influencia del catolicismo posterior, fue su intensa activiad sexual. Para lo cual se encontraba dotado de una poderosa herramienta digna, no lo duden, de figurar entre este recopilatorio de Armas Pesadas. Por inmensa, por espectacular, por hermosa y, sobre todo, por Trina.
    Jesús de Nazaret era un judío aquejado de los clásicos problemas derivados de una educación religiosa y moral producto de las enseñanzas del Antiguo Testamento (recuerden: la Biblia es pródiga en loas de la promiscuidad y del incesto). Básicamente, sus traumas no eran diferentes a los de muchos de nuestros congéneres. Incapaz de superar el hecho de que la honra de su madre hubiera quedado mancillada definitivamente como paso ineluctable para su propia concepción, Jesús experimentaba un mórbido deseo hacia su progenitora (vamos, que deseaba penetrarla) de consuno con un acerbo odio hacia su padre (vamos, que no le habría importado verlo desaparecer en un desafortunado accidente). Debido a que el psicoanálisis no se inventaría hasta varios siglos después, sin embargo, este comprensible desorden no podía ser resuelto por medio de la eterna promesa de amor a una pareja pura (como presencia tutelar que nos reconcilie con la castidad) mientras uno se acuesta con la psicoanalista (como icono carnal para dar pábulo a nuestra vertiente animal), y el pobre hombre se volvió loco. De esta forma pudo inventar una teoría según la cual había sido él mismo quien, en su infinita y magna capacidad fecundadora, había violentado a su madre y, de paso, se había autogenerado. Como todo buen chalado, Cristo proclamó a los cuatro vientos su condición de divinidad y, a partir de esa constatación, fundó una religión. Nada extraño en esos tiempos (la inexistencia de figuras como Napoleón Bonaparte confinaba las manifestaciones de locura de la época a creerse alternativamente Alejandro Magno, una calabaza, o una deidad, lo que explica la proliferación de religiones en ese momento histórico), más allá del hecho (este sí ciertamente incomprensible) de que hubiera quien pudiera hacerle caso.
    Sin embargo, más interesante es que Jesús de Nazaret experimentó otra de las clásicas taras de los disminuidos psíquicos. Ausente (o disminuido) un rasgo tan psíquicamente propio de los humanos formados como es la capacidad de contención, es propio de este tipo de entes el desarrollo de un importante desajuste sexual caracterizado por: hiperactividad, obsesión con el asunto y realización del acto sexual con cualquier ser vivo que se deje o pueda ser forzado.
    Evidentemente, la presencia de un desequilibrado tan inquietante en las cercanías del hasta entonces pacífico protectorado romano de Judea no pasó inadvertida. Un legítimo temor y cierta desconfianza comenzó a instalarse en las madres de las mozas de la región. Con el paso del tiempo, y a la vista del desarrollo de los acontecimientos, también las madres de niños de sexo masculino empezaron a ser infectadas por el veneno de la suspicacia. Con la ayuda de algunos compañeros de viaje reclutados entre lo peor de la sociedad de esos días, el autodenominado Redentor iba causando estragos entre los más jóvenes (fueran varones o hembras), a los que convencía con poderosos argumentos. Principalmente, con uno. Como podrán comprobar, la grandeza de Cristo y de la herramienta empleada en su labor evangelizadora se pone de manifiesto si constatamos cómo el paso del tiempo no ha sido capaz de borrrar estas enseñanzas que, generación tras generación, han sido transmitidas entre los devotos. En la actualidad cientos de niños en toda Europa y, más recientemente, incluso en los Estados Unidos, así como las monjitas de no pocas congregaciones, las sirvientas del clero de países del Tercer Mundo o, sencillamente, cualquier negrita quinceañera que se acerque a algún centro de enseñanza católico de los muchos que hay desperdigados por el mundo dedicados a la propagación de la buena nueva, pueden dar fe de ello. En este sentido, la labor redentora de Jesús tuvo un éxito indudable, porque si bien él fue perseguido con saña (las autoridades de la época desencadenaron una persecución contra él espectacular, fruto de la alarma social producida por sus andanzas, y acabaron crucificándolo, teniendo bien cuidado, eso sí, de taparle las vergüenzas, para tratar de eliminar el espectáculo que podría haber supuesto un ahorcamiento y que inevitablemente habría recordado a algunas víctimas el origen de los excesos de las primeras comunidades cristianas), sus seguidores cuentan con cierto halo protector.
    Cristo la tenía muy grande. De eso no hay duda. Pero, lamentablemente, era la labia lo que tenía inmensa. Y, por derecho, en su caso, ésta es el Arma Pesada que hemos de hacer entrar en nuestro Panteón de Grandes Falos. Porque, aguda y punzante, y sobre todo, dedicada a la procura de sexo para su propietario, hacía las veces de Falo, paliando las carencias de lo que, según demuestran mediciones realizadas sobre la Sábana Santa, no medía más de 12 cm en erección. Algo que, por mucho que comparado con la media española pueda no estar tan mal, explica bien a las claras cuál es el problema de raíz que condujo a este pobre hombre al trauma, al desequilibrio y a la depravación redentora. Porque, impotente en lo físico, el Falo Trino de Cristo es su DocTrina, los cantos de sirena con los que lograba acceder al mórbido mundo de la sexualidad prohibida para los de su condición física penosa.
    Esta relativa pequeñez de la polla trina es la causa de no pocos de los misterios de la cristinadad. En primer lugar, explica la obsesión por el número 12 de la liturgia cristiana. Nada podía ser más grande que el falo de Cristo, de forma que el 12 operaba como icono referencial. Por otra parte, esta es también la causa de que el mundo occidental y cristiano haya desarrollado una estremecedora doble moral en materia de tamaño. Y, sobre todo, he ahí el motivo de que el furor con el que se busca y practica en sexo en todo el cristianismo no venga de la mano de la correspondiente publicidad de este tenebroso hecho. Sexo sí, mucho, a todas horas si es posible, pero en la oscuridad y diciendo que no se hace nada. ¿Por qué este cambio tras las bellas exhibiciones griegas o romanas? Porque, sencillamente, Cristo se hizo grande seduciendo, accediendo a los cuerpos de mujeres, jóvenes y niños (fíjense que los hombres adultos, en cambio, históricamente han acudido poco a misa), pero nunca logró ir más allá de la grandeza espiritual. Cuando se trataba de pasar al acto de lo físico, las limitaciones de su carne le hacían flaquear, sus miserables erecciones acaban casi a la vez que empezaban y la frustración aumentaba. Por este motivo, estas son cosas que mejor se conducen en la intimidad y, si es posible, se niegan y se esconden.
    Pretendiendo al hombre medida de todas las cosas, Jesús de Nazaret, como divinidad, trató de autoconvencerse de que él también tenía un falo digno de mención. Nada más lejos, sin embargo, de la realidad. No obstante, su obsesión con el asunto, su dedicación a la infatigable búsqueda de sexo y la innegable aportación que supone a la historia de la sexualidad occidental su invención de la política de "dejar que los niños se acerquen a mí" obliga a considerar que, espiritualmente, nos encontramos ante una de las Armas Pesadas de la Historia de la Humanidad. Porque, aunque de forma paradójica, no puede negarse que, en toda la Historia de la Sexualidad, pocas aportaciones al afianzamiento de su importancia, a la búsqueda constante del sexo, a la predilección por formas imaginativas en su práctica y, sobre todo, a la absoluta y omnímoda importancia del asunto, son tan grande calado como esta.

    jejeje, quizas me excomulgen, ( lo cual me vale) ¡pero vale, que todo lo he copiado de la red...!
     
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