El presidente de los Estados Unidos, George W. Bush, no podía dormir.
Lo desvelaban las inquietudes derivadas de la ocupación de Iraq; le quitaba el
sueño la posibilidad de nuevos actos terroristas.
Toda la noche se la había pasado dando vueltas y vueltas en la cama.
Probó variadas formas de combatir el insomnio: contó ovejas, bebió una taza de
leche tibia, leyó sus propios discursos...
Todo inútil: ni el más poderoso hipnótico, somnífero o papaveráceo habría
tenido efecto en él.
Dejó entonces el lecho y fue por los vastos corredores de la Casa Blanca.
En la oficina oval vio un retrato de George Washington.
"Señor -le preguntó-, ¿qué debo hacer?"
Le contestó el Padre de la Patria: "No digas más mentiras".
Fue luego ante el retrato de Thomas Jefferson, autor principal de la
Declaración de Independencia.
"Señor -le preguntó-, ¿qué debo hacer?"
"Apégate estrictamente a la Constitución" -oyó que le respondía el virginiano.
Siguió su caminata y llegó adonde estaba el retrato de Abraham Lincoln.
"Señor -le preguntó-, ¿qué debo hacer?"
El prócer le clavó una mirada penetrante y luego le sugirió: "¿Por qué no vas
al teatro?"