Cuando me acerqué a la mesa para tomar ensalada, me temblaban las manos, a pesar de que en el patio de los García el calor era intenso. Los actos secretos me traicionan cada vez más y de manera más notoria. No sé quiénes de los compañeros notaron mi nerviosismo, pero me ví forzado a contar un mal chiste de oficina. Como siempre, no estabas sentado frente a mí, pero aún así sentí que tu musculosa silueta me quemaba la mirada. La costumbre me llevó a temblar como delincuente inexperto ante un policía ignorante del delito cometido. Me delaté ante todos, al menos esa fue mi impresión.
Finalizamos la comida, llegó el alcohol a la mesa y la platica se prolongó hasta entrada la noche. Yo miraba a tu esposa de vez en cuando, para tratar de reconocer en su mirada algún indicio de que sabía lo que pasaba entre tu y yo.
Los años que llevo de conocer a los compañeros de la oficina, me han dado la sutileza necesaria para lograr un pleito con tan sólo unas palabras.
Me levanté rumbo al baño mientras Adrián y Miguel peleaban a gritos por el mismo conflicto territorial de siempre; pero entré al cuarto de lavado. Llegaste en silencio, y me quitaste la ropa con lentitud. La cabeza me hirvió tanto que comencé a sudar, me diste un beso en la nuca a la vez que desabrochabas mi cinturón. En poco tiempo sentí tu pecho en la espalda y tus brazos asiéndome por las costillas hasta unirse tus manos en mi cintura.
Nos conectamos en unos minutos, me sentí vivo, por fin podía respirar desde hace un par de meses. Tus ausencias me ahogan. Las fiestas en la oficina ya no son tan seguidas como antes, y no hay otra manera de reunirnos. En unos instantes me sentí delincuente, pecador, maldito. Pero no pienso renunciar a tí bajo ninguna circunstancia, ni siquiera porque tu esposa y yo somos buenos amigos.
Tu sudor escurrió por mi cuello, los vellos de tu pecho me picaban la espalda y sentí desvanecerme. Los nervios me traicionaban y creí más de una vez esuchar a tu esposa llamándonos, mas el sentir tu piel sudorosa me hace fuerte. También creí oír pasos y el ruido del picaporte ceder para darle paso a los compañeros que aún permanecían en la fiesta pero, como siempre, no sucedió nada.
Relajados y juntos salimos del cuarto, tan tranquilos como si nadie hubiera notado nuestra ausencia.
No pasó más de un minuto cuando tu mujer se acercó a mí con un coctel Margarita de Don Julio en la mano. Con la más despreocupada de las sonrisas me lo ofreció. Quedé helado y lo tomé en silencio. Me sentí de piedra y con esa sola bebida perdí el conocimiento.
Otra vez amanecí en mi cama sin saber cómo llegué ahí. Otra vez amaneció tu jersey de capitán del equipo de futbol encima de mí, como en otras ocasiones. Y cada vez me obsesiona más la cuestión de saber quién olvida tu saco en mi casa, si tu esposa o tú.